Los viejos ¿un estorbo para todos? | NÍNIVE ALONSO. Filósofa
- Nínive Alonso
- 20 jun 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 5 mar 2024
NÍNIVE ALONSO. ABOGADA, FILÓSOFA Y TERAPEUTA ESPAÑOLA.
Artículo publicado en el diario EL COMERCIO y LA VOZ DE AVILÉS (12/12/2018)
Durante dos años pasé las tardes en el geriátrico en el que mi abuela se apagaba poco a poco, imaginaos: como esa vela que ya casi ha llegado a su final y tan sólo parpadea con pequeños haces de luz que ya no alumbran a nadie.
El olor a comida desalada, por decir algo, me inundaba la nariz, la colonia de baño no acababa de neutralizar el olor a viejos, ese sudor de las canas amarillentas, los pañales cargados, y la orina turbia de medicación; Me costó trabajo dejar de oler mi propio perfume al pasar el umbral de la puerta, cada tarde me empapaba de un mundo decrépito, obscuro, y rancio, un lugar que nadie respira por placer.
Durante la visita me gustaba dedicarme un poco a todos, no sólo a mi abuela, y recuerdo que hablaba de religión con una mujer andaluza que lloraba porque sus hijos la trajeron aquí “para cuidarla” sin que pudiese despedirse de su virgencita querida.
Aquella mujer apretaba en su mano una estampita con devoción, no había ido a la iglesia desde hace meses y pedía que la llevasen para cumplir fiel y morir devota. Yo sólo podía decirle aquello de:
-Dios nos premiará por todo el dolor que pasemos aquí, no te preocupes, te está probando.
La verdad es que yo misma me sorprendía por mis palabras convencidas y contundentes sobre nuestro premio divino, “los últimos serán los primeros”, ya sabéis… Me veía en una residencia de ancianos haciéndole prosélitos a Dios … pero no quedaba otra.
Mi ateísmo convencido se volvía débil e inoperante ante tanta verdad, ante la muerte acechante de aquellos, una vez jóvenes, en la espera dolorosa entre las batas blancas que no alcanzaban a reír y los acompañantes que no alcanzan a acompañar. No tenía más herramienta que la palabra que consuela, la mano que acaricia, y los ojos que quieren, de veras, escuchar. Quizá, esas promesas vacías con las que ganamos tiempo.
Tenía que hacer esfuerzos por no culpar de injusto, de malévolo, aquel olvido ¿consciente? de nuestros ancianos, aquel cambio social radical: del más viejo sabio de la tribu al estorbo de una sociedad que los aparta a lugares donde nadie pasea.
¿Podría culpar de algo tan mundano como inhumano a un ser inmaterial?
¡No! Nosotros éramos los culpables. Tú y yo. Nadie y todos.
Cada tarde me fijaba en las visitas, escudriñando el porqué; los hijos y algún hermano de los ancianos les preguntaban siempre lo mismo, les recolocaban las mantas, y les paseaban. Eso era todo. Ninguna voz disonante.
Hacían lo correcto, pero yo me preguntaba ¿Acaso no tienen nietos o bisnietos estos ancianos? ¿Por qué no los traen para que correteen entre las sillas de ruedas, se sienten en sus regazos y griten espontáneamente a la espera de ser reprendidos?
Esperaba algo diferente. Eso era todo. Ninguna voz disonante.
Yo casi tocaba la treintena y era la más joven que los visitaba, ¿cómo era posible? Supe que a los niños no los llevaban para mantenerlos al margen, para no inundarlos con la tristeza. Esa tristeza de lo que queda, de las personas que algún día fueron, de los semblantes que se baban con la cara girada a un lado y la mirada al vacío.
¿Podría la inocencia de un niño quebrarse? No lo sé, es posible; Pero ¿y esos nietos ya “en edad de salir”, que seguramente habían recibido cariñosos regalos de sus abuelos, comprados con billetes de esos que guardaban en el sujetador o en una carta rehusada en el fondo de una caja de galletas baratas? Ellos ¿también eran almas quebradizas e inocentes?
Yo siempre soñaba con llegar al día siguiente y ser la persona más vieja entre los jóvenes, ver a los abuelos sonreír, rodeados de la lozanía propia de la juventud, aunque fuese para olvidarse de ello...
Siempre soñaba y sigo soñando porque ese acompañamiento inmaduro y espontáneo, esa luz que da la vela nueva, esos haces que quieren alumbrarlo todo no se olviden de aquellos que los hicieron posibles: sus mayores.
Amigo joven, seguramente pienses que ¡sí, un viejo puede ser un estorbo!, pero algún día ese estorbo serás tú y tendrás las canas amarillentas, y te pondrán pañales y serás un viejo al que todo se le olvida pero te gustará que vayan a visitarte, que te sonrían, que te hagan parecer necesario y querido, querrás que tus nietos te abracen todas las semanas y que te cuenten “cosas de ligues” y te hablen del facebook aunque luego, cuando marchen, te olvides de casi todo.
Esperarás desde ese geriátrico donde te cuidan profesionales, la hora en la que lleguen esos que no lo son, pero que son los “tuyos”.
Porque no se requieren estampitas en la mano cuando esa mano te la da la familia.
Serás un viejo y serás un estorbo. Pero ojalá, seas el estorbo y el viejo preferido de aquellos por lo que diste tu vida como otros la están dando por ti.
Nínive Alonso Buznego
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NOTA TERAPÉUTICA
> Este relato/artículo resalta la importancia de ser fuerte y estar al lado de nuestros abuelos y padres en sus últimos años, aún a pesar de que el deterioro físico y mental nos haga muy duros esos encuentros.
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